La tristeza es de los sentimientos más humanos que hay. Frecuentemente se ha catalogado como una emoción negativa, de la que uno tiene que «desprenderse» o » huir», sin embargo es una emoción adaptativa.
Uno está triste porque siente dolor, hay una pérdida de algo; de una ilusión, de una expectativa, de la salud, de una persona, de una relación,etc y cuando ocurre, eso duele. Por tanto la tristeza refleja que hemos perdido algo de lo que antes disponíamos, aunque no fuese físicamente.
Llevamos casi un año perdiendo día a día múltiples cosas; hemos perdido a miles de personas que han fallecido, hemos perdido tiempo de estudios, de trabajo, economía y sobre todo encuentros y contacto corporal.
Cuando a un niño le invade la tristeza, porque por ejemplo se le ha roto un muñeco, habitualmente lo que se hace es tocarle, abrazarle y darle palabras de ánimo, entendiendo que se pueda sentir mal por esa pérdida. De esta forma ese menor se siente reconfortado y en cierta forma aliviado, y es que de hecho muchas personas en consulta expresan su malestar cuando ante su tristeza sus allegados, con la mejor intención, les dicen «no es nada», «no es para ponerse así».
Pero el COVID nos ha hecho sentir que perdemos mucho. Los adultos echan de menos los abrazos, los encuentros, las reuniones presenciales y se les puede hacer cuesta arriba teletrabajar de forma constante, porque se sienten aislados y sin contacto. Además muchos han perdido a familiares, amigos y conocidos de los que no se han podido despedir o acompañar, lo cual puede transformar la tristeza en desolación.
Los jóvenes y adolescentes se quedan sin disfrutar en libertad de un baile en grupo, de un encuentro «normalizado», de sus abrazos, besos, romances, conciertos, refugiándose en lo virtual como una forma de seguir en contacto, pero sienten soledad, descontento, tristeza y apatía por lo que están viviendo.
Y los niños hacen lo que pueden en este clima de tristeza generado. Se implican y obedecen de forma asombrosa a la hora de cumplir y seguir las instrucciones sanitarias, pero echan de menos los encuentros y los abrazos con los abuelos, los juegos en los parques, los amigos y a unos adultos menos tristes e impacientes.
Se puede señalar que vivimos tiempos de tristeza, porque sentimos muchas y variadas pérdidas. Reconocernos en la tristeza es un paso necesario para poder hacer un balance realista, pero que no nos paralice.
Estos meses de inseguridad, desconfianza, frustración e impotencia han ido haciendo mella a todos. Negarlo es un mecanismo de defensa que lo único que genera es una huida respecto al campo personal y emocional. El cúmulo de impotencia, inseguridad, incertidumbre y desconfianza en las autoridades nos ha cansado y el sentimiento de fatiga se ha instalado en muchos hogares, donde los ánimos se han disparado, agudizándose los conflictos, discusiones o violencia. Muchas personas están pidiendo ayuda psicológica porque sienten que se han quedado fijadas en esa pérdida, o se les han reabierto aspectos de su pasado que creían tener cerrados, generándose angustia, indefensión, impotencia, bloqueo, desamparo, desesperación y hundimiento, lo cual en algunas ocasiones, les ha llevado a presentar síntomas de trastornos psicológicos.
El reto quizás, es poder aceptar que estamos tristes, porque tenemos motivos, pero que también somos más que la tristeza, poder saborear lo pequeño, lo cotidiano, lo que sí tenemos y que está presente en nuestro día a día y que no tiene sentido dejarlo perder por nosotros mismos. Espacios de cuidado y de autocuidado se vuelven imprescindibles; sea deporte, pintar, escribir, escuchar música, tocar un instrumento, estudiar, recurrir a la psicoterapia, sea presencial u online, quedadas al aire libre con personas queridas, etc., son recursos de los que disponer para que la balanza no quede inclinada exclusivamente en la pérdida, sino en la suma de lo cotidiano que nos hace afrontar el día a día.